Existen tantos tipos de jefes como personas hay en el mundo. Las personas proyectamos nuestra personalidad en cada una de las actividades que llevamos adelante y, aunque por regla general, es difícil encontrar jefes que no compartan los valores y la forma de hacer de las organizaciones en las que operan, siempre hay excepciones.
El modo en que un jefe se relaciona con los miembros de su equipo influye de manera determinante en la facilidad con que fluye el trabajo, lo que repercute de manera directa en la productividad de las empresas. Conocer las peculiaridades de los distintos tipos de jefes es una excelente manera de estar al tanto del ambiente organizacional y, por tanto, se podrán tomar medidas en el caso de que sea necesaria una transformación para su mejora. Conviene en este punto recordar que líder y jefe no son conceptos sinónimos y que la comunicación es un factor clave que nunca ha de caer en el olvido.
Hablar de los buenos jefes, coherentes, asertivos, preparados, comunicativos, no tendría sentido, así que nos centramos en aquellos perfiles cuya detección precoz puede cambiar el rumbo de las organizaciones en las que trabajan.
En los extremos
También en el caso de los jefes se hace patente la necesidad de encontrar el equilibrio, un punto intermedio entre los extremos que, por regla general, nunca son buenos.
Frente al perfeccionista encontramos al lejano. El primero querrá controlar hasta el más mínimo detalle de cuanta actividad se desarrolle en su entorno y puede que lleve a su equipo a caer rendido hasta la extenuación. El segundo basa su actividad en el “dejar hacer” y siempre está ocupado en otros quehaceres. Aunque esta figura suele ser apreciada por los trabajadores más independientes, lo cierto es que la ausencia de comunicación entre jefe y equipo puede dar al traste con la consecución de los objetivos.
En el polo opuesto al amigo, ese que en todo lugar y ocasión mezcla las relaciones informales con el trabajo, queda el presuntuoso, que marca distancias y cuyo único objetivo no es que el trabajo salga adelante sino ir acumulando poder y hacer alarde de él. Además, este afán por quedar por encima de los demás, le hará marcar férreamente el territorio y mantener las distancias. Si en el primero la comunicación se produce de manera constante, incluso agobiante, en el segundo será en exceso distante y fría.
El conservador (las cosas siempre se han hecho así y no hay por qué cambiarlas) se enfrenta al amante sin cortapisas de la innovación, que lo cambia todo sin pararse a pensar en las consecuencias que los cambios acarrean. El primero elimina de la ecuación la creatividad, el segundo la defiende a ultranza, lo que en un principio es algo bueno siempre que su implementación vaya precedida de los necesarios estudios.
El que lo sabe todo y el que no sabe nada. Nada se puede hacer frente al que está en posesión de la verdad por decreto. Ninguna propuesta será buena si no parte de sí mismo. Para el segundo caso existen dos posibilidades: la primera, que su ignorancia sea manifiesta y la esconda bajo una capa de superioridad y, la segunda, que de absolutas alas a su equipo en la confianza de que sean ellos, con mayor experiencia, quienes lleven a buen puerto a la nave. Si se trata de algo transitorio, el problema se auto eliminaría, pero existe el riesgo de un acomodamiento nocivo que con el tiempo podría convertirse en una bomba de relojería.
Otros perfiles
Existen dos tipos de jefes que utilizan un lenguaje agresivo en sus comunicaciones pero que, sin embargo, lo hacen por motivos muy diferentes. Uno de ellos busca intimidar y cualquier conflicto que se pueda presentar es llevado al terreno personal. Es una práctica perfectamente denunciable y las organizaciones suelen tomar cartas en el asunto con una cierta inmediatez. El otro, simplemente, lo hace para esconder su propia falta de seguridad y probablemente tenga problemas de frustración o estrés.
Están los jefes enciclopedia, con vastos conocimientos sobre la materia, pero cuya ausencia de habilidades sociales les impide compartirlos. Los excéntricos, que toman las decisiones y diseñan estrategias en función de su propia concepción de la realidad, sin tener en cuenta las necesidades reales de la organización y, aunque en ocasiones puedan aceptar ideas ajenas, siempre las transformarán de manera que se adapten a “su visión”.
Quedarían, por último, los jefes faltos de asertividad, los workaholic y los que toman decisiones que más parecer ir encaminadas a sabotear la organización que a favorecerla.