Una cultura organizacional definida y fuerte es ese elemento intangible que aporta personalidad a una empresa. Un sello distintivo que señala las diferencias existentes entre empresas que ofrecen productos o servicios similares, colocando a la organización a la cabeza de las preferencias de sus clientes reales, al tiempo que rompe barreras para lograr entrar en el imaginario de los compradores potenciales.
Cambiar la personalidad de un individuo, su esencia, es un proceso complejo que necesita de una gran inversión en tiempo y esfuerzo sin que exista garantía alguna de que el cambio vaya a producirse. Este proceso multiplica su complejidad cuando hablamos de organizaciones ya que, de inicio, será necesario contar con la predisposición al cambio del grupo de personas que conforman la dirección de la empresa, es decir, de la voluntad de cambio de un grupo de personalidades ya de por sí diferentes.
Las normas y valores por los que se rige una empresa son la base de su cultura organizacional, que también incluye los métodos de trabajo e, incluso, el modo en que se relacionan los colaboradores entre ellos y con el resto de los grupos de interés. La irrupción en las empresas de los avances tecnológicos o de los nuevos métodos de trabajo obliga a las organizaciones a prestar una constante atención a su cultura como condición fundamental que posibilite su supervivencia.
La cultura organizacional deberá adecuarse y evolucionar de manera que se mantenga alineada con los cambios estratégicos, estructurales y tecnológicos por los que necesariamente atraviesan todas las empresas. Una cultura tradicional y rígida puede convertirse en un lastre cuando los valores y las normas suponen un obstáculo a la hora de introducir procesos de innovación y mejora en la organización.
Dado que el cambio cultural va a implicar la sustitución de modelos envejecidos por otros que se adecúen a la demanda del entorno actual, lo primero en lo que deben pensar las empresas es en definir cuál es su misión, cuál su visión y cuáles son los valores que deben regir en la organización. El proceso debe actuar en cascada, partiendo desde los niveles más altos de la organización, donde la convicción sobre la necesidad de cambio no debe tener fisuras, hasta llegar a los niveles más bajos, haciendo un recorrido por los diferentes estratos mientras se fomenta el sentimiento de responsabilidad colectiva, venciendo a su vez la natural resistencia al cambio. También corresponde a la dirección de la empresa definir el objetivo que se quiere alcanzar y cuya consecución provoca el inicio del proceso de cambio cultural, un objetivo cuya traducción se materialice en metas alcanzables y realistas que eleven el entusiasmo de las personas que conforman la organización por colaborar en el proyecto.
Ahora bien, tan importante como la definición de la meta a alcanzar es señalar y proteger todo aquello que es imprescindible conservar. En palabras de Humberto Maturana, filósofo chileno, “lo esencial en todo proceso de transformación es lo que se conserva, no lo que cambia” y es que olvidar qué fue aquello que trajo el éxito en el pasado puede ser tan contraproducente como negarse a evolucionar. De la misma manera se debe tener en cuenta a las personas que conforman la organización de manera que el cambio acreciente el sentido de pertenencia ya construido y su compromiso personal con la organización.